Ella miraba hacia arriba, tratando de adivinar los colores del cielo mientras caminaba por la plaza sin molestar a las palomas, rodeaba la fuente que escupía agua para los turistas y curiosos. Él no había dormido, andaba con problemas de insomnio y de mujeres, iba distraído anotando en hojas sueltas versos para uno de sus poemas, apurado para no llegar tarde al trabajo. Chocaron como dos ciegos que perdieron el bastón, cayeron de espalda y ella pudo ver mejor el cielo, no le pareció para nada azul, las hojas de él quedaron desparramadas en el piso y las palomas de la plaza volaron alrededor.
Él lo primero que hizo fue insultar a Dios que tiene una casa frente a la plaza y buscar sus anteojos que estaban en el suelo, al ponérselos pudo reconocer la realidad y vio a una mujer joven, morocha y con pecas tirada de espalda al piso, la ayudó a levantarse, avergonzado:
-Disculpame por favor, culpa mía por ir boludeando. ¿Estás bien? Sí, seguro estás bien.
-No te hagas problema, gracias por ayudarme. ¿Vos? Tus hojas, te doy una mano para levantarlas.
-No importa, deja nomás que llego tarde, chau y perdoname.
Más de un turista y curioso se rieron de esta situación, él se fue dando pasos cortos pero rápidos, hablando en voz baja para recordar ese verso que rimaba con agonía y ella levantó las hojas del suelo, le pareció extraño este sujeto, atolondrado, desarreglado pero simpático, se quedó pensando como se llamaría y recogió las hojas, tenia cara de Pedro pensó. La campana de la iglesia en ese momento marcó las tres de la tarde, los sacerdotes se acostaban a dormir la siesta y los niños podían jugar tranquilos en la plaza.
Él llegó a tiempo al trabajo, pensaba que el mundo era algo raro y sin sentido, no entendía su lógica ni la interacción entre las personas, dos extraños podían chocarse en cualquier momento por puro capricho azaroso o evitarse al doblar en una esquina y todo seguiría girando igual. Lamentó no haberle preguntado el nombre esta chica, se veía bien con sus pecas y le daban un tierno aspecto de Mercedes concluyó.
Ella no tenía nada que hacer esa tarde, recién llegaba a la ciudad. Escapaba de un dolor que le seguía las pisadas por todo el camino, establecerse en un sitio para ella era lo mismo que la muerte. Estaba convencida que todo pasa por alguna razón, cuestión de karma o algo por el estilo. Después de juntar las hojas, se sentó en el pasto para ver que había en ellas. La letra era horrible, pero claro, si cuando chocaron él escribía a mano alzada. Ella se sorprendió al ver que eran borradores de poemas, frases y versos, quedó cautivada en aquellas palabras del poeta que tenía cara de Pedro:
El horizonte distante
De los días perdidos
Se esconde tras los cipreses
Que plantamos en abril
No hay gloria sobre la tumba
Ni reyes frente al dolor
Tu boca sabe al láudano
Que mis vicios frecuentaron
No queda nada al despertar
Te llevaste los colores del cielo
Me persigue la agonía
…
La tarde se estaba suicidando en toda la ciudad. Él atendía la librería resignado, ya sin entusiasmo alguno, pensaba que inútil sería convertirse en escritor si la gente siempre termina leyendo libros de autoayuda, la desesperación logra que títulos como “Salve su alma sin morir en el intento” sean Best Sellers, ya nadie lee a Kafka, Chejov o a Jorge Luis, no buscan pensar ni soñar, quieren la clave de la vida, la felicidad y el éxito por 49,99.
Ella recorrió las calles de una ciudad que la encontraba extraña, le compró un collar a un hippie que le dijo que servía para ahuyentar las malas vibraciones, aunque en verdad ella necesitaba espantar viejos fantasmas. Fue hacia la rambla, se sentó a escuchar varios cantantes callejeros, brindaban sus espectáculos a cambio de dinero, puchos y aplausos. Volvió a leer las hojas del que tenía cara de Pedro y vio que una estaba membreteada, tenía la dirección de una librería encerrada en una mancha de café.
El lugar ya estaba desierto, era casi la hora del cierre y él tomaba un café mientras buscaba esa rima perdida con la palabra agonía. Escuchó que alguien abría la puerta y sin levantar la vista de su papel y su taza le dijo que la sección de autoayuda estaba a la derecha.
-Necesito ayuda porque estoy perdida, pero para devolver estás hojas que se le cayeron a alguien está tarde.
Le extrañó la respuesta y se sorprendió cuando vio parada en la librería a la joven morocha de la tarde, con sus pecas de Mercedes y las hojas en la mano.
-Gracias por traerlas, no era necesario, en serio. Que raro, pensé que no te iba a volver a ver.
-No podía dejar tus hojas tiradas ahí. Espero no te molesté pero me pase la tarde leyendo, me gusta lo que escribís. Para, antes que nada tengo una duda ¿cómo te llamás?
-Julián
-Tenés cara de Pedro
-¿Vos?
-Florencia
-Tenés pecas de Mercedes. Estoy por cerrar el local ¿querés acompañarme a una lectura que tengo que hacer en un bar?
-Me encantaría, lee algo para mí por favor.
A los pocos días ella se fue sin avisar, dejo una ciudad que ya la trataba como a una conocida. Quedarse con él no era sinónimo de muerte, pero sí de amor y eso la asustaba todavía más. Por última vez vio el cielo y lo encontró extrañamente azul. Le dejó de regalo su collar hippie para ahuyentar malas vibras y se llevó varios poemas que le había escrito.
Él todavía no entiende la lógica del mundo y muchos menos la interacción con las personas, ya no tiene insomnio y al encontrarse solo esa mañana comprendió que Florencia, como todo nombre de mujer, era la rima que buscaba para la palabra agonía.
…
Te fuiste Florencia
Dejaste una nueva ciudad
Tu collar en la mesa de luz
No podes ahuyentar al fantasma
De un verdadero amor.
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