No recuerdo cuántas veces morí. Tampoco
importa, tiendo a perder esos detalles. Cada vez cuesta más volver, eso
seguro. Son como pequeñas lobotomías en cada renacer, amputaciones de
recuerdos. Algo había pasado la última vez; sangre por todas partes, unas
buenas tetas, golpes, olor a la mierda, fuego. No sé si la sangre, el olor y
las tetas eran mías o de otra persona, los golpes seguro que nos los di yo y el
fuego, el fuego es sagrado, siempre anda por ahí.
Despierto, está todo oscuro. Lo primero que
hago es tocarme. La clave es revisar para entender qué mierda pasa: tengo tetas
peludas, flácidas y caídas. Algo de papada y un ombligo negro, oloroso, en el
que podría entrar el puño de una persona. La puta que lo parió, soy gordo. Encima
estoy medio pelado. ¡Todo el pelo en el pecho me tocó, forro!. Parece que soy incomible,
pero aunque sea tengo pija, chiquita, pero una pija al fin. La otra vez fui
eunuco y eso conlleva a un fuerte dolor de orto. Cuestión que soy hombre y debo
andar por los cuarentaitantos.
Nunca aparezco como un sex symbol, no desde
aquel quilombo que armé en un pueblo de mierda y durante tres generaciones
nacieron pibes iguales y medio tontos. Todos parientes eran al final. Todavía
me pasa facturas el jefe.
Prendo la luz del cuarto. Cama dos plazas,
mesas de luz y una cómoda fea que hacen juego. Qué cagada, tengo alianza, estoy
casado. Me veo al espejo y confirmo que soy feo, bastante fulero. Mi esposa debe
ser una vieja chota, otra vez la misma historia.
Estoy en un departamento chico. La ropa del
placard es toda gris y celeste: jeans, camisas, zapatos. Soy de clase media
baja, trabajador, sin hijos, sin nada que me haga resaltar.
En la mesa de luz unas fotos de unas
vacaciones en el norte, un lugar aburrido y pasado de moda desde la matanza de
indios. Eso sí que estuvo bravo, jefe, bien pensado usar la cruz como bandera.
En la pared un cuadro de fútbol, de San
Lorenzo Racing. Que tipo irónico que sos, jefe, te encanta que sea “De el
Santo”, como ese que ahora anda en el Vaticano.
Bueno, jefe, me cago en vos, que vida de
mierda me mandaste. Por qué a los otros les toca ser políticos, obispos o
abogados. Yo soy un gordo, pelado, casado y… ahh, portero de un edificio.
Brillante, sos un brillante hijo de puta, jefe.
Salgo con la manguera. Manguereo como buen
portero. “Manguerear”, ahora este gremio de mierda se dio el gusto de inventar
verbos: ¡Para vos, Borges! no te llevaste un Nobel por culpa de apoyar a los
nuestros y ahora como portero me cago en las palabras que tanto cuidabas, tomá.
Charlo con los quiosqueros de la cuadra, al
parecer soy un tipo querido. Siempre quieren a los boludos. Sacamos el cuero,
envidiamos a todos los que son mejores que nosotros, hablamos del clima y
tiramos mierda. Mierda de la política, mierda del fútbol, mierda de los
vecinos, mierda en general. La última vez que me tocó tirar tanta mierda fue
cuando fui tachero en el 2001 y 2002, buenos años esos, qué laburo hicimos
jefe.
En fin, hago mi trabajo. Saco la basura de
otros. Espío por la cerradura de alguno mientras garcha con su amante. Me hago
el boludo cuando alguien vuelve a su casa borracho. Y, por supuesto, Abro la
puerta a los que viven en el edificio y saludo. Son gente bien, claro. La gente
siempre es bien, cada día, todos los días, hasta que una cosa lleva a la otra y
terminan votando a un hijo de puta. Como aquella vez que se te fue la mano con
ese presidente turco, jefe. Yo te lo había dicho, ese tipo nos iba a cagar, pero
claro, sos cabalero y te gustaba el apellido capicúa.
Los días son una cagada. Aburrido,
aburrido, aburrido. Mi esposa me odia, yo no sé bien por qué, pero siento que
lo merezco. Los matrimonios son más o menos así en estos años: aguantar sin
pensar demasiado. Como esta vida miserable. Pero al menos piropeo minas, un
talento que tuve siempre –menos cuando fui eunuco-. Les chiflo, relojeo sus
piernas, su forma de caminar, su manera de ignorarme.
Hasta que una tarde sucedió algo único, de
esas cosas como el cometa Halley que pasa cada 76 años, una visión, un milagro
que demuestra que el jefe y que el otro existen. Sale del edificio una mina con
un culo de esos por los que el hombre hace guerras, mata familias, quema
civilizaciones. Un culo que debería ser ilegal en toda sociedad bienpensante.
El culo me saluda y me dice: “Buenos días, Carrrlitos, voy al gym y vengo”. Con
la “r” bien pronunciada dice el nombre. “Carrrlitos”. Como me calienta
que esa “r” repiquetee en sus labios. Encima va al “gym” para mejorar ese culo.
Ilegal, ya les dije. I-le-gal. Que genio que sos, jefe, perdoná por tanto
berrinche.
La gente bien del edificio se asombrará al
leer los diarios: la mina del culo ilegal apareció muerta, estrangulada,
violada dentro de su departamento. El bueno del portero tenía las llaves, dirán.
El bueno de “Carrrlitos” no resistió la tentación, justificarán los hombres. Por
ese culo empezó una guerra, se cagó en una familia, tiró los valores de una
civilización a la basura en bolsas de consorcio, tratarán de entender. Siempre
necesitan entender.
El jefe es un genio, un turro hijo de puta, pero es
un genio. Una mina con un culo infernal muere y todo se paraliza. No importa
más nada. Los otros siguen haciendo de las suyas, prófugos por ahí. Ya
está hecho, me toca morir y otra lobotomía. Espero que el jefe me mande esta
vez como algo interesante. Como un chofer de tren adicto a la velocidad o como
un peluquero gay en recoleta.
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